Recurrente en su intención pero con la mirada fresca y original, el realizador Juan Carlos Valdivia vuelve a llevar al cine la dicotomía de las culturas, la identidad y la perspectiva actual en Bolivia.
Interesante propuesta, que concursa por los Premios Corales del XXXV Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, que ofrece un retrato matizado por el humor y aires poéticos.
Después de la sorprendente Zona Sur, que en 2010 conquistó las simpatías del jurado en el Festival de Biarritz, Francia, Valdivia se enfrascó en el proyecto Tierra sin Mal (Yvy Marey).
Se trata de una hermosa reflexión “del otro”, en especial cuando la ecuación en Bolivia ha cambiado a partir de la asunción al poder de Evo Morales. Los indios y los blancos o mestizos inmersos en un nuevo tipo de relación.
Empero Valdivia se cuida bastante de los caminos trillados y del discurso panfletario. Parte de un cineasta (Daniel, interpretado por el propio director), que emprende un viaje a las raíces guaraníes.
Están los demonios de la identidad de Daniel, blanco y adinerado; las distancias y animadversión entre los indios y “los otros”; la tolerancia, las bromas y el respeto. Una suerte de duelo en el que todos terminan mirándose.
Hermosos paisajes del sureste boliviano y deliciosos diálogos entre el cineasta y su guía acompañante, Yari (Elio Ortiz) adornan el telón de fondo que hurga en el difícil nexo intercultural que no sólo es boliviano, sino latinoamericano.
Por muchas razones la película es bastante convincente. Valdivia se adentró tanto en el tema que aprendió a hablar guaraní, en tanto Elio Ortiz es comunicador social e investigador de la cultura indígena.
Asimismo, el tono documental que nace de la idea de encontrar el sitio donde hace más de 100 años el explorador sueco Erland Nordenskiöld filmó a guaraníes salvajes, permite la simbiosis perfecta entre realidad y ficción.
La vida es vivir en el sueño de otros, asegura el atribulado Daniel sin arribar conclusiones definitivas.