La cuarta película de Juan Carlos Valdivia supone el retorno de uno de los cineastas más prolíficos de la escena nacional. Esta cinta es la consolidación de un estilo fílmico que se plasmó en Zona Sur (2009), donde realizaba una radiografía social de una clase social.
Este ejercicio especular autobiográfico, que se direcciona hacia sí mismo, en Yvy Maraéy será más arriesgado, pues Juan Carlos Valdivia, además de dirigir la cinta, es el protagonista. Éste es un gesto en demasía honesto, pero no en un rol estrictamente ficcional: Valdivia representa a un cineasta, Andrés, que a partir de los filmes de Erland Nordenskiöld, realizados a principios del siglo XX, quiere buscar la “tierra sin mal” en el Chaco boliviano, lugar donde los originarios, con “taparrabos”, viven distantes de la tradición occidental.
Si bien Zona Sur supuso una epístola de una clase en repliegue, Yvy Maraéy supone, por su parte, la constatación de esta retirada. Sin embargo, en Zona Sur asistíamos a una propuesta estética sólida y eficiente en tanto que las formas adoptadas por Valdivia tenían correspondencia directa con el contenido.
En el preciosismo diáfano de Ivy Maraéy se disuelve la idea que gobierna el guión, la identidad y las relaciones interculturales, que además desplaza una de las vetas más ricas de la cinta, la crisis creativa del protagonista, el mismo Juan Carlos Valdivia.
El problema de la identidad y las relaciones interculturales se escurre por todo el filme favoreciendo a la inmediata reflexión sobre la otredad. Sin embargo, la forma fílmica que emplea Valdivia plantea un clima unitario: la cámara que envuelve a los protagonistas y nunca fragmenta el plano, lo que hace que siempre estemos frente a situaciones de igualdad, horizontales, donde se privilegia el espacio fílmico antes que las relaciones.